Jairo Barreto recuerda el 17 de enero de 2001 como el día que su pueblo pasó de paraíso terrenal, donde la gente moría de vieja, a un infierno del que solo se podía huir.
Esa madrugada, 60 hombres del bloque Montes de María de las AUC, al mando de ‘Cadena’, entraron al pueblo, sacaron a 28 hombres de sus casas y los mataron a punta de machete y garrote para luego quemar sus viviendas.
Por la omisión para impedir esta masacre, en 2011 el Tribunal Administrativo de Sucre condenó al Estado colombiano y ordenó el pago de 3.500 millones de pesos como indemnización a los familiares de las víctimas.
A pesar de esa dosis de justicia, Jairo y otros sobrevivientes siguen reclamando garantías para que los 700 habitantes que se desplazaron puedan volver. Pero más que las viviendas, vías, servicios y proyectos productivos, lo que piden a gritos es que se acabe el estigma sobre Chengue, que para muchos sigue siendo recordado como pueblo guerrillero.
Empezaba el año 2001 y los habitantes de Chengue no habíamos terminado de festejar la llegada del año nuevo -el último que recibiríamos con nuestras familias completas- cuando, la madrugada del 17 de enero, empezaron las horas más aterradoras para nuestro pueblo.
Esa madrugada de terror superé los mayores obstáculos de mi vida. Cuando se acercaban las cuatro de la mañana, un primo me avisó que los paracos se estaban tomando el pueblo. Las siguientes horas fueron un infierno.
Recuerdo escuchar frases como “¡saquen a los hombres!” mientras partían puertas y vidrios. Mi temor aumentaba cada vez que repetían esa instrucción porque yo estaba en la casa de mi abuela con otros cuatro familiares hombres.
El límite de mi miedo llegó cuando intentaron forzar la puerta de la casa, pero una voz, que recuerdo perfectamente, gritó: “¡No abran esa puerta, en esa casa se la pasan puras mujeres solas!”. Me volvió la calma por un momento, pero seguí aferrado a un rosario que aún conservo como testigo mudo de aquella crueldad.
Luego de unos 40 minutos, cuando mi reloj marcaba las 5 de la mañana, lanzaron una mecha incendiaria sobre la casa. Otra vez apareció la frase de mi alivio: “hey, que ahí solo viven mujeres”, a lo que otro hombre le respondió: “bueno, que se quemen esas viejas”. Para mi fortuna, y gracias a la fe que tuve en la oración, logré escapar con uno de mis primos hacia lo profundo de la montaña.
Nunca supe quién estaba detrás de la voz que me terminó salvando, pero sospecho que era alguien que conocía muy bien el pueblo porque sabía incluso dónde estaban los gallos finos que le llevaron a ‘Cadena’.
Regresamos a las seis de la mañana, cuando ya se evidenciaba la desolación que dejó la crueldad de estos criminales en mi pueblo. No nos quedó más que conservar la calma y empezar a organizar la salida hacia la cabecera de Ovejas.
Antes de esa tragedia, Chengue era un paraíso terrenal donde la comunidad garantizaba su propia seguridad alimentaria, salud, educación y generación de ingresos. La abundancia y diversidad de productos agrícolas nos permitía vivir tan bien que nuestros padres podían mandarnos a estudiar la secundaria en Ovejas y muchas veces hasta la universidad en Cartagena.
Aunque el abandono del Estado hacia Chengue es histórico, tenemos claro que la mayor deuda es con nosotros, los sobrevivientes de la masacre, sobre todo por la omisión y la complicidad con los paramilitares ese 17 de enero.
Hoy, 18 años después de la segunda masacre más grande de Montes de María y una de las más crueles de nuestro país, seguimos esperando respuestas de un estado indolente, que con sus acciones poco contundentes no permite que avance la reparación de nuestros derechos.
Entre los paños de agua tibia se cuentan sentencias cumplidas a medias, un proceso de reparación colectiva dilatado en el tiempo y la demora del estado en reconocer su culpa.
Aunque por momentos las fuerzas se acaban, aunque muchos de nuestros vecinos han muerto en la espera y otros han perdido la fe en esta causa, la mayoría nos negamos a quedarnos de brazos cruzados esperando una respuesta.
Desde la organización de víctimas de Chengue hemos liderado acciones de incidencia con los entes de control, organizamos actos simbólicos como el Festival del retorno y la reconciliación, y estamos reactivando nuestra seguridad alimentaria con proyectos productivos propios.
No dejaremos de trabajar juntos ni de tocar puertas. Seguiremos insistiendo y resistiendo hasta recuperar nuestro paraíso perdido.
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